Por Luis Enrique Flores
Con la intención de preservar la memoria de las comunidades indígenas del país,
así como sus pobladores, el documental Dioses de México (México-Estados
Unidos, 2022), del director italiano Helmut Dosantos, es un viaje al México
profundo del que nos hablara Guillermo Bonfil Batalla.
En ese otro México, el que se esconde, pero al mismo tiempo se revela (y rebela)
a cada instante, descubrimos a esas mujeres y esos hombres de la piel de cobre
curtida por el sol guerrero; esos de las manos callosas y agrietadas que dialogan
con la tierra y la roca; esos de los ojos negros que dicen mucho sin decir
nada; esos del habla extraña que son obligados a usar el idioma oficial, pero que
piensan e insultan en su lengua materna; esos que visten y calzan las formas y
colores de la naturaleza; esos que por siglos han sido los indeseados, los
invisibles, los que siguen penando, pero que ahí están, ahí siguen, porque
resisten.
De reciente aparición en el FICUNAM 2022, ahora será la cinta inaugural de la 72
Muestra Internacional de Cine de la Cineteca, la cual se llevará a cabo del 10 al 27
de noviembre en el recinto de Xoco. Así, Dioses de México nos recuerda dos
estupendos trabajos fílmico-etnográficos: ¡Qué viva México! (1932), de Sergei
Eisenstein, donde también se retrata ese México indígena y ancestral; y La sal de
la tierra (2014), de Wim Wenders y Juliano Ribeiro Salgado sobre el trabajo del
fotógrafo brasileño Sebastiao Salgado, donde, de la misma forma que lo registra el
documental que nos atañe, se hace un registro caleidoscópico de paisajes
sublimes de estas tierras, pero, sobre todo, de personas, leitmotiv de estos filmes,
pues como dice un texto de la película de Wenders-Salgado: “Al fin y al cabo, las
personas son la sal de la tierra”. Aunque el propio Dosantos ha declarado que sus
principales referencias para este proyecto fueron los trabajos de los cineastas
Sergéi Loznitsa y Vittorio De Sica.
Dioses de México está estructurado de manera no lineal en tres capítulos (similar
a ¡Qué viva México!): “White”, “Black” y “Windrose Rhapsodies”. Inicia con
“Blanco” y ahí vemos a estos hombres que extraen la sal, la misma que sudan,
utilizando técnicas ancestrales, incluso sagradas. Un paisaje de cactus, como
soldados en formación, antecede la noche, en donde el descanso es recompensa
y los coyotes se adueñan de la oscuridad con su aullido inquietante.
Por el contrario, el capítulo “Negro” nos lleva a lo profundo de una mina, al
inframundo. Ahí, unos hombres vienen caminando de la luz hacia la oscuridad
como si el recién nacido regresara por el útero de la madre. Los antiguos
mexicanos creían, precisamente, que la tierra era nuestra madre y de su boca
nacían los ríos y las cuevas muy grandes, y por una de estas cavidades, sus hijos,
los mineros, se desplazan como si entraran a su panza, y las bifurcaciones que
aparecen son como intestinos a los que hay que hacer cosquillas con
picos, cinceles y barretas para que entreguen sus riquezas.
En un tercer episodio, “Rapsodia de la Rosa de los Vientos”, Helmut Dosantos
divide y agrupa a todo ese mosaico de mujeres y hombres de los diferentes
pueblos indígenas del país en torno a los cuatro puntos cardinales, a la manera de
la cosmovisión de los antiguos mexicanos. Así, en la región del Este podemos ver,
por ejemplo, a una mujer que, como si fuera la Iztacihuatl, reposa sobre unas
piedras en el río; un pescador lanza su red a la esterilidad de la arena; un hombre
limpia los huesos de su familiar muerto que ha sacado de su reposo.
En el cuadrante del Norte vemos un hombre sentado sobre la línea fronteriza; otro,
un rarámuri, toca un sencillo instrumento de cuerdas; las dunas de los desiertos de
Sonora y Chihuahua se vuelven personajes por sí solos, al igual que las nubes
que se mueven lentamente como almas en pena.
En la región del Occidente ya podemos ver la milpa y el maíz como alimento
sagrado que los dioses le entregaron al hombre; un anciano fuma su pipa; y en el
temazcal, mujer y hombre purifican su cuerpo y se unen en esa dualidad creadora
del mestizaje.
En el cuadrante del Sur, el canto de la cigarra ensordece y anuncia la humedad de
la selva; un hombre sostiene dos iguanas que ha cazado; una anciana con sus
pechos desnudos y lánguidos carga su guaje con agua del río; también aparecen
mujeres y hombres de piel más oscura, cuyos ancestros fueron arrancados de sus
tierras y plantados en estas y, ahora, también son hermanos.
Al ser un retrato del México indígena, el papel de la fotografía en este documental
resulta fundamental, pues además de los fotógrafos Ernesto Pardo, Martín Boege,
François Pesant, Peter Eliot Buntaine, Fernando Muñoz y el propio Helmut
Dosantos, el trabajo fílmico responde a los conocimientos del director sobre foto
fija, lo que se ve reflejado en esos planos en blanco y negro que dan preciosismo
a la película. La música, a cargo de Enrico Ascoli, resulta sutil, casi imperceptible,
pues toda la carga semántica recae en la imagen, pero sin duda hay partes que se
ven reforzadas por la partitura.
En síntesis, Dioses de México es el retrato de ese otro país que, como la cara
oculta de la luna, no se ve o no se quiere ver, pero que ahí está, resistiendo. Y si
bien la película pareciera dirigirse a un público especializado en temas
etnográficos, no es así, cualquiera disfrutará de esos planos y esos retratos que
conforman la diversidad de este país. Por supuesto, es la visión particular, incluso
parcial del cineasta Helmut Dosantos, pero se trata de una mirada necesaria
que, como ejercicio de la memoria, nos recuerda que existe otro México y si
existe, es porque resiste.
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